miércoles, noviembre 21, 2007

pescar

La ropa seca y la cesta al hombro,
las botas aplastando hojas verdes y doradas,
la caña con la línea ansiosa y el anzuelo afilado.

Es apenas el despunte de la mañana y el sol ya asoma,
ya se escucha el arrullo del río abajo en el valle,
bruma flota como un vuelo de tul y huele a hierba,
a tierra impregnada de rocío.

El agua helada vivifica erizando la piel,
tarda varios segundos en acostumbrarse el cuerpo,
las manos en desentumirse y la mente,
la mente en enfocarse en lo que viene.

Como soltando pinceladas la línea viene y va,
apenas encima del agua hasta hundirse lejos,
luego comienza la espera del pescador y la carnada,
y cuando nada pasa hay que empezar de nuevo.

Al paso de los minutos el sol dibuja mil destellos,
cristales nacarados que se mueven en trance;
la línea se recoge y lanza una vez y otra más, y mientras,
la canasta espera al pez.

Un tirón involuntario en el hilo acelera el pulso;
soltar-jalar, soltar-soltar, jalar otra vez,
así hasta que al final está fuera del agua,
rendido y echando en falta el agua, muriendo despacio.

Se toma entre las manos, se mira a detalle la piel destellando;
se decide lo relativo a la vida o muerte:
la vuelta al agua con la herida sangrante o el sacrificio.
Al tiempo todo se agradece.

Así un día como el otro y los que fueron y seguirán,
levantarse al alba y entrar al agua todavía adormilado,
lanzar el sedal y esperar con la esperanza necesaria y nada más,
sentir el frío y las corrientes en el agua, hipnotizarse.

La confianza en el río, en la búsqueda de ese gran pez mítico;
repetir una y otra vez el rito;
salir a enfrentar la posibilidad de volver con las manos vacías,
y la mínima de cargar gustoso el peso del triunfo.

Vengan los destellos, y las madrugadas con el sol en cierne,
venga la esperanza.

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